Millonario Instantáneo – Parte I

12:24 Publicado por Luis Alberto

 
El Millonario Instántaneo es una obra muy clara, motivante y estimulante para encaminarnos al triunfo escrita por Mark Fisher, publicada en el año 1991, al contrario de lo que comúnmente pensamos, en esta obra el éxito y la riqueza no son tanto el resultado de un plan racionalmente concebido, aquí la razón es sólo un instrumento más para lograr nuestro fines. El secreto del éxito financiero yace en la puesta en práctica de un método sencillo de autosugestión, en esta obra podremos apreciar este método en la forma de 6 principios capaces de ayudarnos en el camino hacia la prosperidad y el éxito.

Millonario Instántaneo – Parte I

1. En el que el Joven Consulta a un Pariente Rico.

Había  una  vez  un  joven  brillante  que  quería  hacerse  rico. Había  sufrido  ya  una  buena cantidad  de  desilusiones  y  fracasos,  esto  no  se  podía  negar,  pero,  a  pesar  de  todo, todavía  confiaba  en  su  buena  suerte.  Mientras  aguardaba  que  la  fortuna  le  sonriera, trabajaba  como  ayudante  de  un  director  de  cuentas  en  una  agencia  de  publicidad  de segunda  fila. Estaba mal  paga-do  y,  desde  hacía  tiempo, encontraba que  su  trabajo  le ofrecía muy pocas satisfacciones. Y ya había perdido todo entusiasmo. Soñaba con hacer otra cosa. Tal vez escribir una novela que le hiciera rico y famoso, acabando así, de una vez por todas, con sus problemas financieros.
Pero, ¿no era su ambición, digamos, poco realista? ¿Tenía de verdad la técnica suficiente y el  talento necesario para escribir un  libro que  fuera un éxito de  ventas, o  llenaría  las páginas en blanco con las pesimistas reflexiones que le dictaba su amargura? Su trabajo se había transformado en una pesadilla diaria desde hacia ya más de un año. Apenas si podía soportar al  jefe, que se pasaba gran parte de  las mañanas  le-yendo el periódico y escribiendo memorandos antes de desaparecer para ir a disfrutar de un almuerzo de tres horas. Además, su jefe había perfeccionado el arte de cambiar de opinión y no cesaba de dar órdenes contradictorias, algo que no contribuía a mejorar la situación. Tal vez, si sólo se hubiera  tratado de su  jefe… pero, desgraciadamente, estaba rodeado de colegas que también estaban hartos de lo que estaban haciendo.
Parecían  haber  abandonado  cualquier  ambición,  haber  renunciado  por  completo  a cualquier  mejora.  No  se  atrevía  a  mencionar  a  ninguno  de  ellos  sus  fantasías  de abandonarlo  todo y convertirse en escritor. Sabía que pensarían que se  trataba de una broma.  Se  encontraba  apartado  del mundo  como  si  estuviera  en  un  país  extranjero  y fuera incapaz de hablar el idioma local.
Cada  lunes  por  la  mañana,  se  preguntaba  cómo  demonios  haría  para  sobrevivir  una semana más en la oficina. Se sentía completamente ajeno a las carpetas que se apilaban sobre  su  escritorio,  a  las  necesidades  de  sus  clientes  que  clamaban  por  vender  sus cigarrillos,  sus  coches,  sus  cervezas…  Seis  meses  antes,  había  escrito  una  carta  de dimisión,  y  había  entrado  una  docena  de  veces  en  la  oficina  del  jefe  con  la  carta quemándole  en  el  bolsillo,  pero  jamás  había  conseguido  reunir  el  valor  necesario  para seguir adelante. Resultaba curioso porque, hace  tres o cuatro años, no hubiera vacilado ni por un instante.
Pero  en  ese  momento  no  parecía  tener  claro  lo  que  debía  hacer.  Algo  le  estaba reteniendo, una especie de fuerza, ¿o era simplemente cobardía? Parecía haber perdido el valor que, en el pasado, siempre le había permitido conseguir lo que deseaba. Tal vez el  hecho  de  haber  ido  dejando  transcurrir  el  tiempo  a  la  espera  de  que  apareciera  el momento oportuno, intentando buscar excusas para no pasar a la acción, preguntándose si  alguna  vez  conseguiría  triunfar,  le  había  convertido  en  un  perpetuo  soñador…  ¿Se debía  su  parálisis  al  hecho  de  que  estaba  cargado  de  deudas?  ¿O  era  simplemente porque  había  comenzado  a  envejecer  (un  proceso  que,  inevitablemente,  se  pone  en marcha en el instante en que renuncias a tu visión de futuro)? A decir verdad, no tenía la menor idea de cuál era el problema.
Y entonces un día, en el que se sentía particularmente frustrado, pensó de pronto en un tío  suyo  que  daba  la  casualidad  de  que  era millonario.  Su  tío  podía,  tal  vez,  estar  en condiciones de ofrecerle algún buen consejo o, mejor aún, prestarle un poco de dinero.
Su  tío,  que  era  conocido  como  una  persona  amistosa  y  de  buen  corazón,  accedió  de inmediato  a  recibirle,  pero  se  negó,  de  manera  rotunda,  a  prestarle  suma  de  dinero alguna,  alegando  que  con  ello  no  le  haría  ningún  favor.  —¿Qué  edad  tienes?  —le preguntó, después de haber escuchado el relato de sus cuitas. —Treinta y dos —susurró con  timidez  el  joven.  Sabía  muy  bien  que  la  pregunta  de  su  tío  estaba  cargada  de reproches.  —¿Sabías  que,  cuando  tenía  veintitrés  años,  John  Paul  Getty  ya  había conseguido su primer millón? ¿Y que yo, a  tu misma edad,  tenía medio millón? Así que ¿cómo es posible que, con lo mayor que eres, te veas forzado a pedir dinero prestado? —No lo sé. Trabajo como un esclavo, a veces más de cincuenta horas a la semana. —¿De verdad crees que trabajar esforzadamente es lo que hace rica a la gente? —Yo… yo creo que sí… bueno, al menos, es  lo que me enseñaron a creer. —¿Cuánto dinero ganas al año…  15.000  libras  esterlinas? —Sí,  más  o  menos,  esa  es  la  cantidad —contestó  el joven. —¿Crees que alguien que gana 150.000  libras  trabaja diez veces más horas a  la semana que tú? ¡Desde luego que no! Sería físicamente imposible: una semana no tiene más de 168 horas.
Así  que,  si  esta  persona  gana  diez  veces más  que  tú,  sin  trabajar más  de  lo  que  tú trabajas, entonces tiene que estar haciendo algo muy diferente de lo que haces tú. Debe de  poseer  un  secreto  del  cual  ni  siquiera  has  oído  hablar. —Supongo  que  así  es. —Tienes  suerte  de  haber  comprendido  por  lo  menos  esto.  La  mayoría  de  la  gente  ni siquiera  llega  tan  lejos.  Están  demasiado  ocupados  tratando  de  ganarse  la  vida  como para  detenerse  y  pensar  en  cómo  se  podrían  liberar  de  sus  problemas  de  dinero.  La mayoría de  la gente ni siquiera gasta una hora de su  tiempo  tratando de  imaginar cómo podrían hacerse ricos y de preguntarse por qué nunca han conseguido hacerlo. El joven tuvo que admitir que, a pesar de sus grandes ambiciones y sus sueños de ganar una fortuna, tampoco se había detenido a pensar realmente en su situación. Todo parecía distraerle,  impidiendo  que  se  enfrentara  con  esta  tarea  que,  a  todas  luces,  era  de
fundamental  importancia.  El  tío  del  joven  permaneció  en  silencio  unos  instantes,  y después miró a  su  sobrino  fijamente a  los ojos mientras en  sus  labios  se  formaba una sonrisa amable aunque un tanto irónica.
Entonces le dijo: —Escucha, he decidido ayudarte. Te enviaré al hombre que me ayudó a convertirme en millonario de un día para el otro, o como mínimo a conseguir la mentalidad de  un millonario.  Pero  dime,  ¿de  verdad  quieres  hacerte  rico? —Más  que  nada  en  el mundo.  —Este  es  el  primer  requisito.  El  principal.  Pero  no  es  suficiente.  También necesitas saber cómo.
El  joven  se  encogió  ligeramente  de  hombros,  indicando  que  estaba  de  acuerdo. Entonces, su tío le dijo: —El Millonario Instantáneo vive en F__. ¿Sabes dónde está? —Sí,  pero  nunca  he  estado  allí.  —¿Por  qué  no  lo  intentas?  Ve  a  verle.  Tal  vez  esté dispuesto a  revelarte  su  secreto. Vive en una  casa  fantástica,  la más bonita de  toda  la ciudad. No  tendrás ninguna dificultad para encontrarla. —¿Por qué no me  revelas  tú el secreto  aquí  y  ahora?  Así  no  tendría  que  tomarme  la  molestia  de  ir  hasta  allí.  —Simplemente porque no tengo el derecho a hacerlo.
Cuando el Millonario Instantáneo me lo confió, lo primero que hizo fue hacerme prometer que jamás se lo revelaría a nadie. Sin embargo, sí me dijo que podía decirle a cualquiera dónde  lo  había  aprendido.  Al  joven,  todo  esto  le  pareció  tan  sorprendente  como complicado. Pero también despertó su curiosidad. —¿Estás seguro de que no me puedes decir nada más? —Completamente seguro.
Lo que sí puedo hacer es recomendarte muy calurosamente al Millonario  Instantáneo. Y sin decir nada más, su  tío sacó de uno de  los cajones de su escritorio de  roble macizo, una  elegante  hoja  de  papel  de  carta,  cogió  su  pluma  y,  rápidamente,  escribió  unas cuantas líneas Luego, dobló la carta, la guardó en un sobre que selló y, con una sonrisa en  los  labios, se  la entregó a su sobrino. —Aquí  tienes  tu presentación —dijo—. Y aquí tienes la dirección del millonario. Una última cosa.
Prométeme  que  no  leerás  esta  carta.  Si  lo  haces,  probablemente  ya  no  te  será  de utilidad… Pero,  si  llegas  a  abrirla,  a  pesar  de mi  advertencia,  y  todavía  deseas  que  te pueda  servir, entonces  tendrás que  simular que no  la has abierto. Pero ¿cómo puedes deshacer  lo que está hecho? El  joven no  tenía ni  la más  remota  idea acerca de  lo que decía su  tío, pero no quiso preguntar. Su pariente siempre había  tenido  la reputación de ser un excéntrico. Y, después de  todo,  le estaba haciendo un  favor. Así que decidió no insistir sobre el tema. Le dio las gracias y se marchó.

2 En el que el Joven Conoce a un Anciano Jardinero.

Aquella misma  tarde, marchó  a  toda  prisa  a  F__.  ¿Le  resultaría muy  difícil  conseguir llegar  a  conocer  al  Millonario  Instantáneo?  ¿Estaría  dispuesto  a  recibir  a  un  visitante inesperado y a revelarle su método secreto para hacerse rico? Aunque estaba a punto de llegar  a  la  casa  del  millonario,  el  joven  no  fue  capaz  de  seguir  resistiéndose  a  la curiosidad  y,  a  pesar  de  las  palabras  de  advertencia  de  su  tío,  abrió  la  carta  que  su pariente tan bondadosamente había escrito para él.
Boquiabierto,  se  preguntó  si  no  habría  alguna  equivocación  o  si  su  tío  había  querido gastarle una broma:  ¡la carta no era más que una hoja de papel en blanco! Disgustado, estuvo a punto de desprenderse de ella, pero en ese momento vio la casa del millonario y a un guardia de seguridad, que probablemente le vería si arrojaba el papel. Como era de esperar, el guardia tenía una expresión impenetrable, sin el menor atisbo de una sonrisa.
De  hecho,  parecía  tan  impenetrable  como  la  «inexpugnable  fortaleza»  que  debía proteger.—¿Qué  puedo  hacer  por  usted? —Le  preguntó  el  guardia,  con  voz  tajante.—Quisiera  conocer  al  Millonario  Instantáneo…—¿Tiene  usted  una  cita?—No,  pero…—Bueno,  entonces,  ¿tiene  usted  una  carta  de  presentación?  —le  preguntó  el guardia.¡Desde  luego  que  tenía  una,  pero  no  había  nada  escrito  en  ella!  No  le  costó mucho al joven pensar en una estratagema que podía sacarle de esta situación.
Sacó  a medias  la  carta  del  bolsillo  y,  rápidamente,  la  volvió  a  ocultar. Sin  embargo,  el guardia no se dio por satisfecho.—¿Podría ver  la carta, por  favor?. Ahora estaba en un aprieto. Pensó: «Si le doy la carta pensará que estoy tratando de engañarle. Y si no se la doy,  tampoco me dejará pasar».Se enfrentaba a  lo que parecía un dilema  imposible de resolver.  Entonces,  recordó  las  palabras  de  su  tío  que,  en  su  momento,  no  había entendido: «Si abres la carta, tendrás que simular que no la has abierto».¿No era ésta la única cosa que le quedaba por hacer? Le entregó la carta al guardia que, por decir algo, digamos  que  la  leyó.  Su  rostro  permaneció  totalmente  inexpresivo.—Muy  bien —dijo, devolviéndole la carta al joven—. Ya puede usted pasar.
El  guardia  le  condujo  entonces  hasta  la  puerta  de  entrada  de  la  lujosa  casa  de  estilo Tudor  donde  vivía  el  millonario.  Un  mayordomo,  impecablemente  vestido,  le  abrió  la puerta. —¿Qué  desea  el  señor? —preguntó. —Quiero  ver  al Millonario  Instantáneo. —Está  ocupado  y  no  puede  recibirle  en  este  preciso  momento.  Tenga  la  bondad  de esperarle en el jardín. El mayordomo acompañó entonces al joven hasta la entrada de un jardín que tenía el aspecto más propio de un parque. En el centro había un estanque. El joven  paseó  un  rato,  admirando  los  hermosos  árboles.  Mientras  lo  hacía,  vio  a  un jardinero que aparentaba  tener unos setenta años. Estaba  inclinado sobre un  rosal para podarlo, y un sombrero de paja de amplias alas le ocultaba los ojos. Cuando el joven se acercó, el  jardinero  interrumpió su  trabajo para darle  la bienvenida. Le sonrió. Sus ojos azules, brillantes y alegres, eran de una edad  tan  indefinida como el cielo. —¿Para qué ha  venido  usted  aquí? —le  preguntó  con  una  voz  cálida  y  amistosa. —He  venido  a conocer al Millonario  Instantáneo. —Ah,  ya  veo. ¿Y  con qué  intención,  si no  le  importa que  se  lo  pregunte?  —Bueno,  yo…  yo  simplemente  quiero  pedirle  su  consejo…  —
Obviamente… El jardinero parecía estar a punto de volver a ocuparse de su rosal cuando se lo pensó mejor y le preguntó: —Vaya, por cierto, ¿no tendría por casualidad un billete de cinco? —¿Un billete de cinco? —exclamó el joven, sonrojándose—.
Pero  si  eso  es…  pero  si  es  todo  lo  que  tengo,  cinco  libras. —Perfecto,  es  justo  lo  que necesito. Aunque a todos los efectos parecía que estuviera pidiendo limosna, el jardinero mantenía  una  actitud  muy  digna.  Sus  maneras  denotaban  una  gracia  y  un  encanto excepcionales. —De verdad que me agradaría poder dárselas —replicó el joven— pero el problema es que no me quedará ni un céntimo para poder volver a casa. —¿Tiene usted la intención de volver hoy mismo a su casa? —No… Quiero decir, no lo sé —respondió el joven, que ahora estaba bastante confuso—. No quiero marcharme sin haber visto antes al Millonario Instantáneo. —Pero si usted no necesita hoy el dinero, ¿por qué se muestra tan  reacio  a  prestármelo?  Tal  vez  tampoco  lo  necesite mañana.  ¿Quién  sabe?  Quizá mañana ya sea usted millonario.
Este  razonamiento  no  le  pareció  del  todo  lógico  al  joven,  pero  carecía  de  la  fuerza necesaria para plantear nuevas objeciones. Así que, cuando el jardinero le volvió a pedir el dinero, se lo entregó. En el rostro del jardinero apareció una sonrisa. —La mayoría de la  gente  tiene  miedo  a  pedir  las  cosas  y,  cuando  finalmente  se  deciden  a  hacerlo, entonces  no  insisten  lo  suficiente.  Es  un  error.  En  aquel  momento,  el  mayordomo  se presentó  en  el  jardín  y  se  dirigió  al  anciano  en  un  tono  de  voz muy  respetuoso. —Por favor, señor, ¿podría darme cinco libras? El cocinero se marcha hoy e insiste en que se le pague el dinero que se le debe. Me faltan cinco libras.
El  jardinero  sonrió.  Metió  la  mano  en  uno  de  sus  bolsillos  y  sacó  un  grueso  fajo  de billetes. Debía de tener miles de libras, con todos esos billetes de veinte y cincuenta que el  joven  alcanzó  a  ver.  El  jardinero  cogió  el  billete  de  cinco  libras  que  el  joven  había aceptado prestarle a regañadientes y se lo entregó al mayordomo, que le dio las gracias, hizo una  reverencia un  tanto obsequiosa y  rápidamente desapareció en el  interior de  la casa. El joven estaba indignado. ¿Cómo era posible que el jardinero tuviera la cara dura de apropiarse de  las últimas cinco  libras que  le quedaban en el mundo cuando  tenía  los bolsillos llenos de billetes?
—¿Por  qué  me  ha  pedido  usted  las  cinco  libras?  —murmuró  el  joven,  haciendo  lo imposible  para  ocultar  la  furia  que  sentía—.  ¡Usted  no  las  necesitaba!—Claro  que  las necesitaba.  Fíjese. No  tengo  ni  un  solo  billete  de  cinco  libras —le  explicó, mientras  le enseñaba el grueso  fajo de billetes—. ¿No pensará usted que  le  iba a dar un billete de cincuenta  libras, verdad?—¿Por qué demonios  lleva usted  tanto dinero encima?—Es mi dinero  de  bolsillo —replicó  el  jardinero—.  Siempre  llevo  10.000  libras  por  si  acaso  las necesito.—¿10.000 libras? —tartamudeó el joven, sorprendidísimo. De pronto, todo se le hizo muy claro: el mayordomo  tan cortés,  la  increíble cantidad de dinero de bolsillo…—Usted es el Millonario Instantáneo, ¿verdad?—Por el momento —contestó el jardinero—. Me alegra que haya venido. Pero dígame, ¿quién le envía?—Mi tío, mister MacLuckie.—Ah, sí.
Ahora  le  recuerdo. Vino a  verme hace  ya muchos años. Era un pensador muy original, como  todos  los hombres que se hacen a sí mismos, por cierto. Pero dígame, ¿cómo es que  usted  todavía  no  es  rico?  ¿Se  ha  planteado  alguna  vez  con  seriedad  esta pregunta?—La  verdad  es  que  no.—Entonces,  tal  vez  es  la  primera  cosa  que  debería hacer. Si usted quiere, puede pensar en voz alta delante mío. Yo  intentaré seguir el hilo de sus  razonamientos. El  joven hizo unos débiles  intentos pero,  finalmente,  renunció al esfuerzo.—Ya  veo —dijo el millonario—. No está usted acostumbrado a pensar en  voz alta. ¿Sabe que hay muchísimos  jóvenes de su misma edad que ya son  ricos? Algunos de ellos hasta son millonarios.
Otros están a punto de conseguir su primer millón. ¿Y sabe usted que Aristóteles Onassis tenía veintiséis años y 350.000  libras en el banco cuando dejó América del Sur y vino a Inglaterra, donde soñaba con montar su  imperio naviero?—¿Sólo veintiséis? —preguntó el joven.—Así es. Y cuando comenzó únicamente disponía de 250 libras. No tenía ningún título universitario ni oficio alguno y, desde  luego,  tampoco  tenía contactos… Pero ahora es  la  hora  de  ir  a  comer —comentó  el  anciano—.  ¿Le  gustaría  acompañarme?—Con mucho gusto. Gracias.
El  joven siguió al Millonario  Instantáneo que, a pesar de su edad,  todavía caminaba con agilidad.  Entraron  en  la  casa  y  fueron  hasta  el  comedor  donde  la  mesa  ya  estaba preparada para dos.—Por  favor, siéntese —le  invitó el Millonario  Instantáneo. Le señaló la cabecera de la mesa, el lugar generalmente reservado al anfitrión. Él, por su parte, se sentó a  la derecha de su  joven  invitado, directamente en  frente de un hermoso  reloj de arena que tenía grabada la siguiente inscripción: EL TIEMPO ES ORO. El mayordomo se presentó con una botella de vino y llenó las copas.—Bebamos por su primer millón —dijo el millonario, levantando su copa.
Él bebió un sorbo, el único que  tomó durante  toda  la velada. También comió con mucha frugalidad: tan sólo unos pocos bocados de un delicioso filete de salmón.—¿Le agrada lo que hace para ganarse la vida? —Le preguntó el millonario al joven.—Supongo que sí.—Asegúrese  de  estar  convencido  de  ello.  Todos  los  millonarios  que  he  conocido,  y  he conocido a unos  cuantos en el  transcurso de  los años, amaban  sus ocupaciones. Para ellos, trabajar se había convertido casi en una actividad de recreo, tan agradable como un pasatiempo.
Es  por  eso  por  lo  que  la mayoría  de  los  ricos muy  pocas  veces  se  toman  vacaciones. ¿Por  qué  tienen  que  privarse  de  algo  que  les  gusta  tanto? Hacerlo  no  sería más  que mortificarse. Y ésta también es la razón por la cual continúan trabajando aún después de hacerse  varias  veces millonarios…  Ahora  bien,  aunque  disfrutar  con  el  trabajo  que  se hace  es  algo  absolutamente  imprescindible,  la  verdad  es  que  no  es  suficiente.  Para hacerse rico, se tiene que conocer el secreto. Dígame, ¿al menos cree que este secreto existe? —Sí, lo creo. —Bien, este es el primer paso.
La mayoría de la gente no lo cree. Además, ni siquiera creen que puedan hacerse ricos. Y tienen razón. Nadie que piense que no puede hacerse rico, llegará a conseguirlo. Tiene que comenzar por creer que puede hacerlo, y después anhelarlo apasionadamente. Pero debo añadir que mucha gente,  la mayoría de hecho, no están preparados para aceptar este  secreto,  incluso  aunque  se  les  revele  en  términos  muy  simples.  En  realidad,  su mayor impedimento es su propia falta de imaginación. Esta es, en el fondo, la razón por la cual el verdadero secreto de la riqueza es el mejor guardado del mundo.
Es  un  poco  como  la  carta  robada  en  el  cuento  de  Edgar  Alian  Poe  —prosiguió  el Millonario  Instantáneo—.  ¿Lo  recuerda  usted? Es  aquel  sobre  una  carta  que  la  policía buscaba en  la  casa de alguien  y que no encontraba porque, en  vez de estar oculta en algún lugar, estaba colocada en un sitio que nadie se podía imaginar: ¡a la vista de todo el mundo! Este relato ilustra a la perfección uno de los principios de Emerson.
Lo que impidió a la policía encontrar la carta fue su falta de imaginación, o, si lo prefiere, sus  ideas preconcebidas. No esperaban encontrársela allí, así que nunca  lo hicieron. El joven  escuchaba  atentamente  al  millonario.  Nunca  nadie  le  había  hablado  de  esta manera  y  sentía  una  profunda  curiosidad.  Ardía  por  descubrir  cuál  era  el  secreto.  De cualquier manera, una cosa era bien cierta; aunque este hombre en realidad no conociera el  secreto, evidentemente había  sido un genio a  la  hora de montar  la escena. Y  sobre todo, sabía cómo explicar  las cosas de una manera sencilla y clara, a menos que  todo aquello no fuera más que un número de ilusionismo magníficamente puesto en escena.
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