La neutralidad de las carreteras
Erase una vez un país que, en pos de la modernidad y la eficiencia, decidió privatizar toda su red de carreteras. Sin embargo, durante el proceso, algo salió mal. En la licitación, un grupo empresarial se hizo con la práctica totalidad de las vías principales.
Al tener ese grupo un cuasi monopolio de las autopistas y carreteras, esta pudo establecer unos peajes generosos que le dieron pingües beneficios. Con dichos beneficios pudo incluso expandirse al extranjero y convertirse en uno de los mayores grupos mundiales en su sector.
A causa de la baja competencia en su país de origen, la empresa no tenía muchos incentivos para ampliar el número de carriles o construir nuevas vías alternativas. Al fin y al cabo, todo aquél que quisiera moverse ya tenía que pasar por alguno de sus peajes. Más carriles y más vías hubieran incrementado los gastos pero los ingresos hubieran sido más o menos los mismos.
Lógicamente los usuarios estaban muy insatisfechos. Consideraban su red de carreteras lenta, colapsada y poco eficiente. Y empezaron a aparecer voces para reclamar medidas para aumentar la competencia y la construcción de más y mejores vías de comunicación.
Ante estas críticas, la empresa respondió que el problema no era que las vías fueran insuficientes, sino que las empresas las utilizaban demasiado, transportando muchas mercancías en camiones y beneficiándose económicamente con ello. Eso colapsaba toda la red. La construcción de nuevas vías no era económicamente posible ya que los precios eran muy bajos. Pero ellos ofrecían una solución. Si las empresas pagaran, no por los kilómetros recorridos y el número de ejes del vehículo, si no por el valor de la mercancía que transportaba, entonces si saldrían las cuentas y se podrían construir más y mejores autopistas.
Las clases gobernantes, con la misma capacidad de visión de futuro que cuando privatizaron las carreteras, les pareció razonable. Así se tendrían más carreteras donde más actividad económica hubiera, pensaron, ya que esa nueva tarificación generaría incentivos para construir nuevas carreteras.
Algunas voces se levantaron en contra. Esgrimían que la circulación por las carreteras tenía que mantener su neutralidad. Que el valor de la mercancía no afectaba para nada a las carreteras y que lo único que se debía tarifar era el volumen y que los peajes eran más que suficientes para financiar la ampliación de la red viaria como se demostraba viendo que en otros países con más competencia, esa misma empresa invertía más y cobraba peajes más económicos. Nadie les escuchó.
Con el paso de los años, las carreteras dejaron de estar colapsadas. El transporte de mercancías valiosas bajó, ya que las empresas de más alto valor añadido no pudieron competir con las de otros países. Solo permanecieron aquellas empresas que necesitaban poco o ningún transporte o con mercancías poco valiosas. Las exportaciones disminuyeron enormemente y las importaciones resultaban muy caras. La gente tenía que comprar productos más caros aunque estos se produjeran más baratos en otro sitio, puesto que el precio del transporte no compensaba. El país sufrió un retraso de décadas respecto a sus vecinos comparables.
Y es que la neutralidad de las carreteras resultó ser un factor fundamental para el libre tránsito de mercancías, y por tanto para el libre mercado. Los ciudadanos descubrieron demasiado tarde que si con su pasividad dejaban que su gobierno priorizara los intereses del capital por encima de los intereses del libre mercado, las consecuencias para el futuro del país son desastrosas.
Las carreteras del futuro son las líneas de telecomunicaciones y España cada vez se parece más a ese país imaginario. Ya hemos acumulado un retraso considerable en este aspecto. Las insuficientes infraestructuras de telecomunicaciones están limitando el progreso de nuestro país y capando el talento de muchos jóvenes, impidiendo que se convierta en riqueza para todos. Telefónica ya nos ha chuleado bastante y no debemos tolerar que nos vuelva a poner la mano en la caja.
La elección está en nuestras manos. Neutralidad o miseria.
Al tener ese grupo un cuasi monopolio de las autopistas y carreteras, esta pudo establecer unos peajes generosos que le dieron pingües beneficios. Con dichos beneficios pudo incluso expandirse al extranjero y convertirse en uno de los mayores grupos mundiales en su sector.
A causa de la baja competencia en su país de origen, la empresa no tenía muchos incentivos para ampliar el número de carriles o construir nuevas vías alternativas. Al fin y al cabo, todo aquél que quisiera moverse ya tenía que pasar por alguno de sus peajes. Más carriles y más vías hubieran incrementado los gastos pero los ingresos hubieran sido más o menos los mismos.
Lógicamente los usuarios estaban muy insatisfechos. Consideraban su red de carreteras lenta, colapsada y poco eficiente. Y empezaron a aparecer voces para reclamar medidas para aumentar la competencia y la construcción de más y mejores vías de comunicación.
Ante estas críticas, la empresa respondió que el problema no era que las vías fueran insuficientes, sino que las empresas las utilizaban demasiado, transportando muchas mercancías en camiones y beneficiándose económicamente con ello. Eso colapsaba toda la red. La construcción de nuevas vías no era económicamente posible ya que los precios eran muy bajos. Pero ellos ofrecían una solución. Si las empresas pagaran, no por los kilómetros recorridos y el número de ejes del vehículo, si no por el valor de la mercancía que transportaba, entonces si saldrían las cuentas y se podrían construir más y mejores autopistas.
Las clases gobernantes, con la misma capacidad de visión de futuro que cuando privatizaron las carreteras, les pareció razonable. Así se tendrían más carreteras donde más actividad económica hubiera, pensaron, ya que esa nueva tarificación generaría incentivos para construir nuevas carreteras.
Algunas voces se levantaron en contra. Esgrimían que la circulación por las carreteras tenía que mantener su neutralidad. Que el valor de la mercancía no afectaba para nada a las carreteras y que lo único que se debía tarifar era el volumen y que los peajes eran más que suficientes para financiar la ampliación de la red viaria como se demostraba viendo que en otros países con más competencia, esa misma empresa invertía más y cobraba peajes más económicos. Nadie les escuchó.
Con el paso de los años, las carreteras dejaron de estar colapsadas. El transporte de mercancías valiosas bajó, ya que las empresas de más alto valor añadido no pudieron competir con las de otros países. Solo permanecieron aquellas empresas que necesitaban poco o ningún transporte o con mercancías poco valiosas. Las exportaciones disminuyeron enormemente y las importaciones resultaban muy caras. La gente tenía que comprar productos más caros aunque estos se produjeran más baratos en otro sitio, puesto que el precio del transporte no compensaba. El país sufrió un retraso de décadas respecto a sus vecinos comparables.
Y es que la neutralidad de las carreteras resultó ser un factor fundamental para el libre tránsito de mercancías, y por tanto para el libre mercado. Los ciudadanos descubrieron demasiado tarde que si con su pasividad dejaban que su gobierno priorizara los intereses del capital por encima de los intereses del libre mercado, las consecuencias para el futuro del país son desastrosas.
Las carreteras del futuro son las líneas de telecomunicaciones y España cada vez se parece más a ese país imaginario. Ya hemos acumulado un retraso considerable en este aspecto. Las insuficientes infraestructuras de telecomunicaciones están limitando el progreso de nuestro país y capando el talento de muchos jóvenes, impidiendo que se convierta en riqueza para todos. Telefónica ya nos ha chuleado bastante y no debemos tolerar que nos vuelva a poner la mano en la caja.
La elección está en nuestras manos. Neutralidad o miseria.
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