El Interés Compuesto, Viaje en el Tiempo – Parte I

18:03 Publicado por Luis Alberto

 
“El Interés Compuesto” es una herramienta financiera usanda inicialmente para pagar intereses a los inversionistas, incluso para el famoso físico Albert Einsten es considerada una de las fuerzas más poderosas de la galaxia creadas por el hombre en términos de crecimiento exponencial. El escritor Mack Reynolds en su novela de ciencia ficción  “Compounded Interests” publicada en 1983 llevo este poder al límite como podrás leer a continuación.

Compounded Interest – Mack Reynolds

Interés Compuesto – Parte I

El extranjero dijo en un italiano abominable:

—Deseo ver al signor Marin Goldini por asunto de negocios.
El conserje parecía desconfiado. Echó una mirada por el postigo a las ropas del visitante.

—¿Asuntos de negocios, señor? —titubeó—. Quizás si usted me explicara la naturaleza del negocio,
señor, yo podría informar al secretario de su excelencia, Vico Letta…


El hombre dejó morir la frase en un murmullo indistinguible.

El extranjero reflexionó.
—Es una cuestión de oro —dijo al fin.
Sacó una mano del bolsillo, la abrió y mostró media docena de monedas de oro.
—Un momento, señor, ilustrísimo —barbotó rápidamente el sirviente—. Perdóneme. La ropa de usted, ilustrísimo…
El hombre terminó la frase otra vez en un gorgoteo, y desapareció.
Un instante después abría las puertas de par en par.

—Por favor, ilustrísimo, su excelencia lo espera.
Llevó al extranjero por una sala abovedada hasta un patio central con una fuente y unos arcos góticos que sostenían una escalera exterior y una balustrada esculpida. Subieron, atravesaron un oscuro umbral, y entraron en un pasillo mal iluminado. El sirviente se detuvo y golpeó ligeramente una pesada puerta de madera. Una voz murmuró en el interior. El sirviente abrió la puerta, esperó a que entrara el extranjero, y luego cerró y se retiró.

Dos hombres estaban sentados tras una mesa de roble, toscamente tallada. El de mayor edad era
robusto, de expresión dura y fría. El otro, alto y delgado, parecía amable y desenvuelto. Saludó inclinando levemente la cabeza y anunció:

—Su excelencia el señor Marin Goldini.
El extranjero saludó también con una torpe reverencia.

—Mi nombre es… es Señor Smith —farfulló.
Hubo un momento de silencio que Goldini quebró al fin diciendo:

—Y este es mi secretario Vico Letta. El sirviente habló de oro, señor, y de un negocio.
El extranjero buscó en un bolsillo, sacó diez monedas y las puso sobre la mesa. Vico Letta recogió una, sin mostrarse demasiado interesado, y la examinó.

—No conocía esta moneda —dijo.
Goldini torció la cara en una mueca que no expresaba nada.

—Eso me asombra, mi querido Vico. —Se volvió hacia el recién llegado—. ¿Y que desea hacer usted con estas monedas de oro, Señor Smith? Confieso que no entiendo bien…

—Deseo depositar aquí esta suma —dijo el Señor Smith.
Vico Letta había pesado distraídamente una de las monedas en una pequeña balanza. Alzó los ojos un instante mientras calculaba.

—Las diez monedas sumarán aproximadamente unos cuarenta y nueve sequíes, excelencia —murmuró.

—Señor —dijo Marin Goldini, con impaciencia—, es poco dinero para nosotros. Sólo los gastos de
contabilidad…
El extranjero lo interrumpió.

—No se apresure. Ya sé que la suma es pequeña. Sin embargo, no pido más que el diez por ciento
anual y no reclamaré antes de… cien años.
Los dos venecianos alzaron las cejas.

—¿Cien años, señor? —dijo Goldini cortésmente—. Quizá no domina usted nuestra lengua y…

—Cien años —dijo el extranjero.

—Pero en ese entonces —protestó el jefe de la casa Goldini— todos nosotros habremos desaparecido.
Hasta es posible que la casa Goldini misma sólo sea un recuerdo.
Vico Letta, intrigado, había calculado rápidamente.

—Dentro de cien años —dijo—, a un interés compuesto del diez por ciento anual, este oro valdrá más de setecientos mil sequíes.

—Bastante más, si no me equivoco —dijo con firmeza el extranjero.

—Una suma considerable —dijo Goldini más animado—. ¿Y durante todo ese tiempo el manejo de la suma quedará en manos de la casa?

—Exactamente. —El extranjero sacó del bolsillo una hoja de papel, la partió en dos, y le alcanzó una mitad a los venecianos—. Cuando mi mitad sea presentada a los descendientes de usted, dentro de cien años, la suma completa será entregada al portador.

—¡Trato hecho, Señor Smith! —dijo Goldini—. La transacción es insólita, pero un diez por ciento en
estos días no es pedir demasiado.

—Para mí es suficiente. Y ahora, ¿me permiten algunas sugerencias? Quizá conozcan ustedes a la
familia Polo.
Goldini frunció el ceño.

—Conozco a Mafeo Polo.

—¿Y a su sobrino, Marco?

—He oído decir que el joven Marco es prisionero de los genoveses —dijo Goldini prudentemente—.
¿Por qué esa pregunta?

—Está escribiendo un libro acerca de sus aventuras en el Oriente. Será una mina de información para un comerciante interesado en esas regiones. Otra cosa. Dentro de pocos años se intentará derribar al gobierno de Venecia, y poco después se organizará un llamado Consejo de los Diez, eventualmente el poder supremo de la república. Traten de estar representados en ese Consejo, apoyándolo desde un principio.
Los dos hombres lo miraron estupefacto y Marin Goldini se persignó discretamente.

—Si les parece a ustedes que es necesario invertir dinero fuera de Venecia —dijo el extranjero—, les sugiero que piensen en los mercaderes de la Hansa y en la liga que organizarán pronto.
Los hombres lo miraban aún asombrados, y el extranjero dijo, incómodo:

—Bueno, me voy. El tiempo es demasiado importante para ustedes.
Se acercó a la puerta, la abrió él mismo, y salió.

—Ese mentiroso de Marco Polo —gruñó Marin Goldini.

—¿Cómo podía saber ese hombre que pensamos extender nuestras actividades al este —preguntó
Vico Letta—. Lo hemos discutido sólo entre nosotros.

—La conspiración contra el gobierno —dijo Marin Goldini, persignándose otra vez—. ¿Quería insinuarnos que se sabe que intrigamos? Vico, quizá debiéramos separarnos de los conspiradores.
—Quizá tenga usted razón, excelencia —murmuró Vico. Tomó de nuevo una de las monedas y examinó las dos caras—. Esta nación no existe —murmuró—, pero es una pieza perfectamente acuñada. —Alzó a la luz la hoja rota de papel—. Y no conozco tampoco esta clase de papel, excelencia, ni esta lengua tan extraña, aunque yo diría que tiene ciertas similitudes con el inglés.
La casa de Letta-Goldini se alzaba ahora en el barrio de Santo Tomás: un edificio imponente por donde pasaban los productos de mil negocios en un centenar de países.
Ricardo Letta alzó los ojos del escritorio y miró a su asistente:
Continuará en la Parte II
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